El primer post reportando mi
viaje al país de las oportunidades se lo merece una ciudad de la que no
esperaba nada y con apenas unas horas me conquistó. Tiene la particularidad de
ser la ciudad natal de John Bongiovi (El amor de mi vida), y aunque no es la
ciudad de luces como lo es New York, tiene una magia que a mí me enamoró aún más
que la ciudad que nunca duerme.
Partimos en la mañana desde
la estación de Port Authority, comprando boletos para el bus # 111 hacia Jersey
Gardens and Ikea Eizabeth, ya que íbamos a hacer unas compras en este centro
comercial, y este bus es perfecto ya que en unos 45 minutos te deja exactamente
ahí, cuesta unos $14 y es ida y regreso.
Al finalizar la tarde, mis
amigas se iban a encontrar con una amiga que vive hace muchos años aquí, y
gracias a ella fue que conocí la magia que tiene Jersey City.
Esa
tranquilidad que buscas al final de un extenso día de trabajo, me la evocó esta
ciudad desde Hamilton Park, regalándome una vista como no había tenido en ningún
otro lugar de la “Gran Manzana” pudiendo contemplar el río Hudson y al otro
lado los majestuosos edificios incluyendo el Empire State, que parecían
pequeñitos en contraste con el tamaño verdadero. Se veían pasar a los barcos
que hacen turismo, y también ciertos helicópteros.
Estuvimos
aquí desde su atardecer donde ya se podía apreciar entera a la blanca luna,
hasta cuando oscurecía poco a poco y se la observaba ya resplandeciendo en el
cielo, como queriendo ser parte de los focos que alumbran a la ciudad de New
York.
Este parque se encuentra en
la parte downtown de New Jersey, y está rodeado de un vecindario del mismo
nombre, con viviendas del siglo XIX-XX, de dimensiones reducidas pensadas para
la población trabajadora, conocidas como brownstones, aunque también hay
casas reconstruidas inmensas, y al parecer lujosas.
Casi
al anochecer fuimos a comer a un restaurante mexicano llamado Charrito, ubicado
en Weehawken, a minutos del parque, eso sí una de las cosas más difíciles aquí
es conseguir parqueo. Y cuando lo encontramos de todas formas nos tocó esperar
a que en el restaurante se desocupe alguna mesa, sin embargo debo decir que
valió la pena. Este lugar tiene ventanas grandes que siguen ofreciendo la vista
impresionante del río Hudson y al otro lado de New York. Su ambiente es acogedor,
y probamos lo esencial: Unas quesadillas y guacamole con chips, junto con una
ronda de margaritas. El guacamole te lo preparan ahí mismo en un mortero elaborado
de piedra volcánica, que en México se conoce como molcajete. Como anécdota debo
decir que uno de los meseros que nos atendió nos comentó que todo lo del
restaurante era traído específicamente desde México: “Todo es Mexicano”, a lo
cual le pregunté entonces usted también, y él respondió riendo que no, y para sorpresa
nuestra resultó ser un compatriota ecuatoriano.
La mejor forma de despedirme
de New Jersey fue haber apreciado esa vista inigualable que me regalaba, en un lugar
que profesa una calma envidiable y provoca quedarse ahí contemplando todo el
panorama.
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