jueves, 20 de abril de 2017

New Jersey: Ciudad que enamora

El primer post reportando mi viaje al país de las oportunidades se lo merece una ciudad de la que no esperaba nada y con apenas unas horas me conquistó. Tiene la particularidad de ser la ciudad natal de John Bongiovi (El amor de mi vida), y aunque no es la ciudad de luces como lo es New York, tiene una magia que a mí me enamoró aún más que la ciudad que nunca duerme.

Partimos en la mañana desde la estación de Port Authority, comprando boletos para el bus # 111 hacia Jersey Gardens and Ikea Eizabeth, ya que íbamos a hacer unas compras en este centro comercial, y este bus es perfecto ya que en unos 45 minutos te deja exactamente ahí, cuesta unos $14 y es ida y regreso.

Al finalizar la tarde, mis amigas se iban a encontrar con una amiga que vive hace muchos años aquí, y gracias a ella fue que conocí la magia que tiene Jersey City.

Esa tranquilidad que buscas al final de un extenso día de trabajo, me la evocó esta ciudad desde Hamilton Park, regalándome una vista como no había tenido en ningún otro lugar de la “Gran Manzana” pudiendo contemplar el río Hudson y al otro lado los majestuosos edificios incluyendo el Empire State, que parecían pequeñitos en contraste con el tamaño verdadero. Se veían pasar a los barcos que hacen turismo, y también ciertos helicópteros.
Estuvimos aquí desde su atardecer donde ya se podía apreciar entera a la blanca luna, hasta cuando oscurecía poco a poco y se la observaba ya resplandeciendo en el cielo, como queriendo ser parte de los focos que alumbran a la ciudad de New York.

Este parque se encuentra en la parte downtown de New Jersey, y está rodeado de un vecindario del mismo nombre, con viviendas del siglo XIX-XX, de dimensiones reducidas pensadas para la población trabajadora, conocidas como brownstones, aunque también hay casas reconstruidas inmensas, y al parecer lujosas.

Casi al anochecer fuimos a comer a un restaurante mexicano llamado Charrito, ubicado en Weehawken, a minutos del parque, eso sí una de las cosas más difíciles aquí es conseguir parqueo. Y cuando lo encontramos de todas formas nos tocó esperar a que en el restaurante se desocupe alguna mesa, sin embargo debo decir que valió la pena. Este lugar tiene ventanas grandes que siguen ofreciendo la vista impresionante del río Hudson y al otro lado de New York. Su ambiente es acogedor, y probamos lo esencial: Unas quesadillas y guacamole con chips, junto con una ronda de margaritas. El guacamole te lo preparan ahí mismo en un mortero elaborado de piedra volcánica, que en México se conoce como molcajete. Como anécdota debo decir que uno de los meseros que nos atendió nos comentó que todo lo del restaurante era traído específicamente desde México: “Todo es Mexicano”, a lo cual le pregunté entonces usted también, y él respondió riendo que no, y para sorpresa nuestra resultó ser un compatriota ecuatoriano.

La mejor forma de despedirme de New Jersey fue haber apreciado esa vista inigualable que me regalaba, en un lugar que profesa una calma envidiable y provoca quedarse ahí contemplando todo el panorama.


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